Realmente sabía que no lo volvería a ver, que no volvería a
saludarle ni a agradecerle en persona por la amabilidad de su voz y de su
abrazo. Sin embargo, deseaba despedirme, visitarlo en su casa y charlar
brevemente como siempre eran nuestras charlas: sin intensidades incómodas, ni
reclamos, solo narraciones de vida y puntos de vista dirigidos a la
emancipación; deseaba despedirme, verle, escuchar su voz casi gangosa por el
esfuerzo de hablar; deseaba mirar sus ojos concentrados en la nada y en todo
como si ahí mirase las respuestas sin creer en ellas; deseaba mirar su mano
estrechar la mía y su abrazo arropar el mío como encontrando la imagen paterna que
suelo buscar.
Sabía que se apagaba su fuego dejando sus brazas encendidas en
otros: en otros ojos y otras manos, desde ese corazón de suturas y
consecuencias, hasta ese cerebro exhausto por imaginar y soñar tanto.
Él se
iría pronto, yo lo sabía y recordaba la amabilidad y la ternura hacia mis hijos
y hacia su nieto, hacia mi madre y hacia mi. Recordaba sus ganas por no estar aunque
siempre se levantaba, y escribía una historia distinta en las mentes quienes le
conocimos; recordaba su estampa disminuida por la edad, pero enaltecida por su
pasado. Lo recordaba y me lamenté permanecer ausente cuando unas frías letras
se inyectaron en mis huesos al conocer lo que era inminente; ahora sólo me
queda agradecerle, Don César, a través de su familia a manera de honor, con
amistad y amor sincero a ellos y a su memoria.
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